Luna llena. Octubre 2012. © Eve Alcalá |
Espectros. Octubre 2012. © Eve Alcalá |
Es
relativamente reciente mi gusto por los desplazamientos en bicicleta. Tal vez
un par de años. La uso para llegar a mi trabajo, pero me he descubierto
disfrutarla más cuando no llevo rumbo.
El
sábado fui por tercera vez al paseo nocturno en la ciudad, iba molida pues un
día antes pedalee toda la tarde. Como era de esperarse me encontré con ruedas
de todos colores y tamaños; algunas torpes, otras lentas, y otras tantas
intrépidas. Estando parada entre brujas sobre escobas rodantes, una sexy conejita de
rabito blanco con su tierno y horrible pug
en la canasta, y San Juditas Tadeos presumiendo flamantes bicicletas armadas:
me sentí invadida. Odié frenar una y otra vez cuando algún fantasma frenaba en
seco o cuando todos los integrantes de un convoy amainaban el ritmo para
esperar al que se había quedado atrás.
Tal vez ya somos demasiados, tal vez no tenemos la paciencia frente al
que lo hace por primera vez, tal vez montar la bicicleta no signifique para
ellos lo que significa para mí. Tal vez ese tipo de paseos no es ya para mí.
Recordé
a mi abuelo perdido durante horas montado en su Benotto. Lo recordé dando
vueltas alrededor del parque Plutarco Elías Calles, lo recordé sentado con sus
amigos disfrutando los interminables partidos de béisbol. Lo recordé tan lejano
de los problemas y preocupaciones; lejos, sonriente y libre. Tal vez ese es el rodar que me gusta a
mí también; el que te mantiene con vida, sin frenos. El que te permite
descubrir nuevos olores, colores, nuevas fachadas, en el que percibes la caída
de las hojas de los árboles, el que te descubre un otoño (siempre tan distinto y renovado).