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Vacíos en el aire. © Eve Alcalá |
Ahora que vuelvo a correr por las noches recuerdo
que no lo hago para huir, lo hago por el placer que me causa desaparecer, por
la sensación de despegar mis pies de la tierra por una fracción de segundo.
Corro porque es en ese instante donde todo ocurre por segunda vez. Mi cabeza, mi
cuerpo, mi memoria, ese espacio donde todo vuelve a suceder. Así me aferro a tu
recuerdo bailarín.
~
Petirrojo
No fue casualidad encontrar las tarjetas que tío
Raúl nos regala año con año. A sus 73 años tiene la paciencia de ir a buscar un
libro para cada uno de los retoños de sus dos hermanas más pequeñas. Entre
ellos, yo. Cada vez que viene de
visita a la casa (lo cual ocurre cada vez menos) nos entrega el regalo envuelto
en papel celofán azul, su color preferido. Dentro de los libros coloca tarjetas
que él mismo escribe; desde los 10 años las colecciono, esos trocitos de papel
percudido con pequeños fragmentos de su vida me hicieron comprender que el
chiste de la vida está en encontrar y aprender lo más rápido posible lo que nos
gusta, y disfrutarlo.
<<Corran por su vida>>, eso decía la tarjeta que encontré entre las páginas de un
libro que cayó sobre mi cabeza mientras buscaba el pequeño botiquín. Hace ya
varias semanas me había empeñado en correr con las agujetas desatadas. Desde
chiquilla me decía que eso era de ñoños, traer los tenis limpios y las cintas
bien atadas; pensaba que era aburrido. Uno debía arriesgarse, ser desenfadado,
total, de un raspón no pasaría. Esa noche corrí lo más rápido que pude. En
realidad lo había echo así desde hace un par de meses. Cuando subía los
senderos y esquivaba las piedrecillas del camino un solo pensamiento rebotaba
en las paredes mi cabeza, <<Dile que estás aburrida, que nomás eso no es
lo tuyo>>. Esa noche sentí la ansiedad más abrumadora que haya
experimentado mi cuerpo; la aceleración de mis pensamientos plagados de miedo
no me permitieron darme cuenta de la travesura que cometerían las caprichosas
agujetas.
Pasaba una mota de algodón con bastante alcohol
sobre mi rodilla cuando sonó el teléfono. <<Un carro lo arrolló. Quién
sabe si la libre>>, mamá no paraba de llorar, su hermano había caído, lo
habían derribado.
Cuando llegamos al hospital sólo estaba Raquel, su
esposa. Jamás le dije tía, siempre la creí malhumorada y nunca fue amable
conmigo, en las cenas de Navidad siempre repartía grandes cantidades de
camarones capeados a todos, menos a mí, siempre decía <<pero si estás muy
regordeta, te hará bien cerrar un poquito el pico>>.
Tampoco en la vida comprendí por qué mi viejo Raúl
siguió a su lado tantos años. El bailarín
(así le decían en la colonia donde creció junto a mi madre, sus demás hermanos,
y mis abuelos) pasó esa noche sin dar señales de mejoría. Al día siguiente
regresé por la mañana al hospital; llevaba conmigo todas las tarjetas que me
había regalado y un gran manojo de claveles rojos. Llegué muy temprano y rogué
a las enfermeras me permitieran pasar a verlo un rato. Pensé que la chaparrita
con cara de la Mole me mandaría por
un tubo, no fue así. Me sonrió y yo dejé en su cubículo un clavel en señal de
agradecimiento.
Ahí estaba, nuestro bailarín. Comenzaba a amanecer
y la luz rebotaba sobre su cuerpo. A pesar de tantas heridas se veía fuerte.
Mientras lo observaba recordaba los salones de baile donde me había llevado de
chamaca. Una de sus más grandes pasiones había sido el baile, se meneaba con un
sabor y cadencia inigualables. Le daba duro al mambo, al danzón y sobre todo al
chachachá. Las mujeres hacían fila para menear su cuerpo al compás del suyo.
Decía que cuando bailaba, sentía que volaba y que bailaría hasta morir. Yo sólo
deseaba con todo mi corazón que abriera sus ojos, y así poder ver sus perlitas verdes.
Me senté a su lado y comencé a leerle cada una de
las tarjetas. Me acerqué, y puse especial empeño en susurrarle al oído mis
preferidas.
-Un hombre que se mantiene erguido y lucha por lo que
cree, siempre será un ganador.
-Estoy convencido de que correr prolonga la vida.
Nadie vuelve a ser el mismo.
-Los libros son el alimento del alma.
-Dices que no tienes tiempo. Que nunca has sido
deportista. Que correr es aburrido. Que algún día lo harás. Créeme, pronto
encontrarás tiempo para las enfermedades.
-Los corredores son mejores amantes.
-Correr es llegarse a conocer a uno mismo hasta el
máximo grado.
-Si no sabes, pregunta, más vale ser pendejo un
rato y no toda la vida. Pregúntame valedora.
-Mi vino, lo prefiero en la uva.
-Soy tan joven o tan viejo como yo quiero ser.
Mientras pronunciaba las últimas palabras pensé, <<Este
condenado todavía me debe la historia de cómo conoció a Macedonia. Su pareja de
baile por muchos años. Su cómplice, su amante, su bailarina favorita>>. Guardé
las tarjetas en mi portafolio. Me incliné cerca de sus pocos hilos blancos,
todavía aferrados a su loca cabecita y le susurré de nuevo <<Aguántese
como los machos, aún nos falta echarnos ese chachachá con nuestros zapatos bien
pulidos. Y esa carrerita bajo las faldas del Don Goyo que tanto te gusta. Hoy
voy a renunciar al bufete de mi padre; no me hace nada feliz ser abogada>>.
Acaricié las arrugas de su frente y salí.
Un par de horas después mamá me llamó al celular
para darme una buena noticia. Raúl, había despertado. Me apresuré para decirle
a Roberto, mi padre, acerca de mi decisión. Cuando me retiré de la firma de
abogados también renuncié al apellido de aquel que se hacía llamar mi padre. Roberto
pensaba que ser un proveedor significaba ser un buen papá.
Cuando llegué al pasillo donde se encontraba la
habitación de mi viejo Raúl un silencio pavoroso inundaba el ambiente. Mamá
salió del cuarto con una pequeña tarjeta percudida entre sus dedos. Me apretó
el hombro y la puso en mis mano.
<<Sigue
corriendo para escuchar el roce de las hojas bajo tus pies; deja que la lluvia
se cuele entre tus largas pestañas; siente como tu cuerpo acoge los amaneceres.
Sigue, todo será tan fácil como para un pájaro volar. Corre, es tu recompensa,
corre, ahí encontrarás tus respuestas. Te quiero Lina>>.
Después de 15 años de la muerte de nuestro bailarín
sigo creyendo que esa última tarjeta, con esa diminuta fracción de pensamiento es
de las más luminosas. Tal claridad sólo pudo dársela la experiencia; estar consciente
de que el trabajo más duro es perder el tiempo, le permitió darse cuenta de los
beneficios. Él comenzó a ganar años, a ganar vida. Perdió sus límites. Él sigue
conmigo, me acompaña todas los días mientras despego las suelas de los zapatos al
anochecer.
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